Dios creó un día dos
coyotes diferentes y los puso en bosques diferentes para que crecieran y cuando
fuera el momento se conocieran.
Uno vivía en un
bosque seco de viento y océanos y la otra vivía en una jungla fría de colores.
Mientras crecían en
mundos diferentes, ella soñaba con el coyote que la acompañaría a vivir las
aventuras que no sabía que quería vivir, el que le daría valor y la empujaría a
probar cosas nuevas... el que la iba a despeinar y hacer perder el aliento.
Pero tenía primero
que caerse y levantarse y romperse las garras con el tiempo; los momentos
felices pasaban como ráfagas de viento y ella siempre tenía la cara hacia el
cielo para poder sentir cuando soplara la felicidad y la felicidad venía y la
peinaba y la consolaba pero a las canciones que cantaba algo les faltaba.
Así aprendió a
cobijarse el corazón y ser feliz por que siempre tuvo mucho frío .
Mientras crecían, él
corría por las montañas y pasaba de bosque en bosque probando todo lo que había
y lo que había le gustaba; la felicidad venía y lo acompañaba pero los colores
se llamaban diferente y a los poemas que leía algo les faltaba.
Aullaron los dos en
sus noches, de tristeza o de felicidad, los dos corrieron y dejaron de correr
hasta que un día los dos coyotes se encontraron y se vieron a los ojos; a él le
gustaron sus palabras y a ella la encantó su libertad.
Se vieron y se
escucharon por largo rato, se acercaron y se olieron y ella pensó que nunca
había sentido un olor más sabroso que el de él y su pecho empezó a tocar
canciones nuevas y su boca empezó a hablar palabras que eran solo para él.
Sus ojos eran el más
hermoso color que ella pensó que solo podría encontrar dentro de un volcán y
esos pardos la estaban viendo. En sus ojos estaba ella, persiguiendo pajaritos
y llevándoselos a él. En sus ojos estaba él, que pescaba animalitos para consentirla
y darle de comer.
Ella tenía hambre de
ser feliz siempre, de ser libre como él y despeinarse, de no preocuparse más
por el frío por que él prometió cobijarla con él mismo de ser necesario,
prometió cuidarla de convertirse en presa y la llevó a ver cometas.
Se mordían los lomos
jugando y peleando pero él jamás le hizo daño, ella era fuerte como una raíz
pero delicada como una fruta.
Él era fuerte como
el mar y vigilante como un faro, él la cuidaba y la consentía con gruñidos
dulces que aprendió en el camino, le regalaba joyas que encontraba para ella, le
cantaba canciones y la arrullaba para dormir cuando el sueño no llegaba por las
noches, su madriguera era el lugar más feliz del mundo, el rincón más caliente
y el refugio que ella siempre soñó.
Ella quería pagarle
con cariño, enseñarle colores nuevos, cuidar su corazón y ronronearle de vuelta
sus ronroneos, lo que quería era que los dos encontraran en la libertad la
verdadera felicidad.
Aprendió a amar el
viento y a callar para escucharlos, al viento y a él. Él le enseñó la percusión
de su pecho, lenta y apasionada y ella se enamoró, desde entonces ninguna otra música
la hizo suspirar como la de él, se conmovía cuando lo recordaba por más cerca o
lejos que estuvieran, siempre estaban juntos, ningún otro refugio le hizo dejar
el suyo, el que él le regaló junto a sus tesoros, él era sin saberlo su más
grande tesoro, había encontrado el cofre y el secreto y viéndolo a los ojos y
tomados de las manos le había prometido cuidarlo mientras dormía y despertarlo
con gruñidos secretos que solo él entendía.
Solo él la entendía
y ella solo a él tenía.
Desde ese día
jugaron juntos y viajaron por los bosques secos por la noche, se deleitaron con
las cosas más simples y los ratos a solas, disfrutaron del silencio juntos de
las estrellas y las olas.
Eran una jauría de
dos, se necesitaban y se apartaban, se juntaban y se alejaban pero sus
corazones los llevaban de regreso, con astillas en las patas que el uno sacaba
del otro, con historias para saborear cuando se encontraran. Con recuerdos de
aventuras que los dos atesoraban.
Algunas veces el se
escapaba en su mente y corría solo por otras montañas que solo él conocía pero
cuando regresaba ella lo esperaba sonriendo y jadeando de alegría de poder verlo
otra vez.
Algunas veces él le
ladraba cuando los animales que vivían en su pelo se volvían pesados y le
hablaban al oído molestando su naturaleza de furia y de dudas. Pero cuando
regresaba ella lo esperaba dormida soñando que él era feliz.
Algunas veces ella
no era tierna sino furiosa y su pelo cambiaba de color pero el la veía frágil como
cuando la vio por primera vez asomada en su madriguera buscando sombra.
Su jauría era
fuerte, se complementaban para no ser vencidos por la dureza del bosque, por
las cosas de la vida, por los peligros de la noche y por las mentiras del día.
Se llevaban en los
lomos cuando estaban cansados y él la llevaba al mar cuando ella se dejaba
llevar, ella lo metía entre nubes y él la dejó acompañarlo en sus aventuras de
paz y de guerra y casi hasta el fondo del mar.
Algunas veces él
quería olvidar el camino de regreso, tenía dientes filosos y una fuerza que
pensaba que tenía que usar, era tan fuerte que era más bien débil, quería
conocer otros caminos, quería desaparecer y aparecer.
Luego venía el recuerdo
del aullido suave de la sonrisa de la que le había prometido quitar sus espinas
y le conmovía el corazón y lo regresaba al sendero que iba a ella.
Ella se había limado
los colmillos para no morder, pero sí podía escapar.
Su cola era larga y
con ella se podía cobijar, su corazón era suave como fruta madura pero a veces
se quería agrietar como hoja seca, como panal.
Cuando ella pensó en
dejar la madriguera y escapar, recordó que le había prometido cuidarlo y
ahuyentar la necedad de los temores que de vez en cuando regresaban a él y lo
perturbaban, él era fuerte como el mar pero frágil como un ala de libélula,
fuerte como un árbol pero sensible como lámpara de luciérnaga. Entonces se dio cuenta...
ella no se podía ir ¿Quién iba a encender la lámpara si se apagaba? ¿Quién le
iba a susurrar que todo iba a estar bien? ¿Quién iba a cuidar la madriguera
cuando él se iba a buscar historias de libertad?
Sabia que el jardín
de su corazón también se iba a descuidar si huía, él era quien quitaba la
maleza y les hablaba a sus flores para que crecieran más, si se iba, las
espinas nacerían y la envolverían otra vez y sería como antes, cobijada y con
frío, rodeada pero sola, despojada de su tesoro, sola.
Lo vería después y
ya no lo reconocería, lo olvidaría y con el su olor se iría, ya nada de él la
enternecería y ese fuego en su pecho lento pero seguro, en hielo se
convertiría.
Se asomó fuera de la
madriguera y se quedó pensando, si Dios la había creado para acompañarlo a él,
o talvés ella lo soñó. Así con las garras clavadas en la entrada de su refugio
recordó todo lo que se habían prometido, lo que los gruñidos y ladridos que
lastiman no podían apagar, lo que los había enlazado, lo que los hechizó al uno
del otro, los momentos, las canciones, los sabores, las promesas, los sueños,
los viajes no cumplidos y las fotos que no se habían tomado.
Y recordó que él
también se conmueve con ella, que también recuerda las mismas cosas y que
también de ella se puede volver a enamorar.
Él sabía que era más
fácil conquistar una batalla cuando hay alguien al otro lado. Él recordó que el
frío ahora era bueno por que con ella se calentaba, que el fuego estaba
encendido por que ella lo soplaba.
Así desenredaron la
hojarasca que les punzaba las orejas, así espantaron los temores de desilusión
que no sucederían, así se curaron las heridas de las astillas de la guerra que
tenían en cicatrices entre los dedos.
Así siguieron juntos
en una jauría de dos, mordiéndose y jadeando, ronroneando y aullando;
Recorrieron junglas que habían soñado recorrer, vieron más cometas de los que
pensaron ver, subieron árboles cada vez más altos, y a mares cada vez más
lejanos, ella le ahuyenta las dudas y le desenreda el pelo; él la cuida de las
garras de la tristeza y susurra canciones que le lleva el viento.
Y en el bosque seco
de la duda no se volvieron a ver, pasan de jungla en jungla una montaña a la
vez.
De vez en cuando se
escuchan... el aullido de uno, que parecen ser dos.